El Regreso del Sol.

Una vez leí en algún lado que los dioses mueren solo cuando ya nadie les recuerda. Curiosamente todos los años, de manera cíclica, a base de una y otra fiesta más las colaterales, recordamos al Dios que nos ha tocado ahora. Y digo nos ha tocado porque antes «tocaban otros», unos más cercanos a nuestro territorio, a nuestro lugar, a nuestras montañas y a nuestros bosques. Eran dioses de aquí, nada que ver con los importados de lejanas tierras, de pescadores y desiertos, de fariseos y romanos enfadados, de tentaciones, mercaderes y templos. Los dioses de aquí estaban vinculados a la naturaleza, a proteger a los que viajaban, a los que cosechaban, a los que cazaban, a los que hacían el amor.

Cuando el nuevo credo se impuso a todos los cultos anteriores a base de doctrina, imperio y persecución, los viejos dioses, los que también habían muerto y resucitado todos los años en Diciembre, los que daban calor y esperanza, los que nos enseñaron desde la más tierna infancia del ser humano que lo que nos rodeaba era el motivo para agradecer nuestra existencia, se quedaron aletargados. No murieron por que los que les rezaban seguían recordando sus bondades, sus justicias y sus milagros y seguían acudiendo a los lugares que habitaban, a beber agua de sus fuentes sagradas, a visitar las piedras clavadas en el suelo que señalaban los equinoccios o los solsticios, a dejar ofrendas en cuevas o en árboles. No le quedó otra al nuevo culto que reconocer que la única manera de imponer su fe era sustituir unas tradiciones por otras. Así las diosas fueron entonces vírgenes, los genios fueron santos y los lugares sagrados ermitas, oratorios y santuarios. Todo distinto pero al mismo tiempo igual.

En estas fiestas a las que los romanos llamaron las Saturnales y que acababan con la fiesta del Sol Invictus (el triunfo del Sol) el 25 de Diciembre, se festejaban acontecimientos que decenas de miles de años atrás ya habían sido celebradas por los hombres de la piedra, marcadas al milímetro en venerados observatorios: el sol volvía a subir en el cielo tras su paso por la oscuridad del otoño. El universo seguía su paso, su caminar.
Todo estaba bien. y había que llevar ofendas a quien tocara: oro, incienso, mirra, sacrificar un toro o hacer una libación. Simplemente había que festejar que había un plan cósmico en el que nosotros teníamos un asiento de primera fila para contemplarlo. Somos fruto de una casualidad, no más que polvo de estrellas, pero que nuestra insoportable levedad no nos haga olvidar que dar gracias por ser capaces de contemplar la belleza que nos rodea no es otra cosa que rezar para no olvidar que seguimos aquí.

Feliz Navidad!
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Robin

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